El 14 de julio de 2021, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presentó la Carta de Derechos Digitales, un documento de carácter oficial que busca perfilar los derechos más relevantes en el entorno y los espacios digitales. Posteriormente, otros países y organismos internacionales han publicado o están trabajando en la publicación de instrumentos similares, que buscan ser una respuesta desde los gobiernos a los retos que el contexto actual de digitalización y transformación digital vienen imponiendo a la sociedad.
Posicionarse frente al impacto de las tecnologías digitales es una idea a la que no le faltan exponentes. Uno de los ejemplos más conocidos es la Declaración de Independencia del Ciberespacio, publicada por John Perry Barlow en 1996. Abordando en específico los derechos humanos, la Asociación para el Progreso de las Comunicaciones (APC) presentó en 2006 la primera Carta sobre Derechos en Internet. Finalmente, en 2014 Telefónica publicó su Manifiesto Digital, en el cual se hace mención explícita a los derechos digitales.
Un denominador común de las iniciativas citadas anteriormente es su naturaleza propositiva, pues promueven una visión sobre el desarrollo de la tecnología, en armonía con valores y principios fundamentales. Así mismo, todas contienen llamados a la acción de los gobiernos. Es interesante ver cómo el paso del tiempo va mudando las perspectivas sobre cuál debe su rol. Mientras que Perry Barlow aboga por su no intervención, tanto la APC como Telefónica los exhortan a involucrarse en el ámbito de una gobernanza de múltiples partes interesadas.
Históricamente, la forma en que los gobiernos del mundo han respondido a estos llamados ha sido a través de la regulación. En un primer momento, estas regulaciones, así como las discusiones en torno a las mismas, eran eminentemente locales, como es el caso de las leyes de telecomunicaciones. Sin embargo, con el avance de la globalización y la aparición de tecnologías disruptivas, estas han pasado a ser cada vez más adaptaciones locales de marcos legales construidos a nivel regional e internacional.
Ahora bien, aunque instrumentos como la Ley Modelo de Comercio Electrónico de la CNUDMI (1996), el Convenio de Budapest (2001) o el Reglamento General de Protección de Datos (2016) representan visiones ampliadas sobre cómo debería conducirse el uso y desarrollo de las tecnologías, sólo muy recientemente los gobiernos han empezado a adoptar iniciativas semejantes a las de la sociedad civil y el sector privado. Estamos hablando de documentos oficiales que, sean locales o regionales, casi no poseen componentes normativos y tienen un fuerte foco en los derechos.
La Unión Europea (UE) y sus miembros han sido especialmente prolíficos en su producción. Además de la Carta de Derechos Digitales de España, podemos mencionar la Dichiarazione dei diritti in Internet de Italia, la Carta Portuguesa de Direitos Humanos na Era Digital de Portugal y la Declaración Europea sobre los Derechos y Principios Digitales para la Década Digital de la UE. En menor medida, al otro lado del océano también encontramos iniciativas similares, como la Declaration for the Future of the Internet promovida por Estados Unidos y adherida por 60 países. También, aunque en proceso de construcción, la Carta de Derechos Digitales de Perú y la Carta Iberoamericana de Principios y Derechos Digitales de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).
Todos estos documentos presentan una constitución ciertamente atípica. Aunque sus textos recogen la regulación digital ya existente y de cierta manera la expanden, no suelen ser vinculantes (la Carta Portuguesa sería una excepción). Establecen un esquema de valores y principios a partir de los cuales trazan hojas de ruta, pese a no ser agendas digitales. Son lo suficientemente abstractas como para inspirar el desarrollo de políticas públicas o nuevas regulaciones, pero igualmente concretas como para ser fuentes de interpretación legislativa o incluso judicial.
A diferencia de la sociedad civil y el sector privado, en sus Cartas y Declaraciones los gobiernos y organismos internacionales solo se pueden interpelar a sí mismos y a la manera cómo han venido respondiendo ante los desafíos para los derechos humanos que plantean la digitalización y la transformación digital. Así pues, estos ejercicios de posicionamiento institucional se constituyen como una excelente oportunidad para repensar acciones pasadas, corregir las presentes y guiar las futuras.
Hay que decir además que el formato bajo el cual se han gestado la mayoría de estos instrumentos ha permitido una flexibilidad inédita. Al no ser leyes, ni tratados, han estimulado la participación de los actores no gubernamentales del ecosistema digital, a veces ausentes debido a las limitaciones propias de la burocracia. Por ejemplo, las Cartas de España y Perú han sido elaboradas sobre el trabajo de grupos de expertas y expertos hasta producir un borrador, el cual luego se ha sometido a consulta pública, todo ello en un período relativamente corto de tiempo.
Si bien es preciso señalar que este tipo de documentos no son ni serán los únicos medios a través de los cuales los gobiernos pueden posicionarse, sus características los hacen una opción conveniente. No resulta extraño pues que, a partir de los ejemplos citados, podamos identificar una tendencia en su adopción, al menos en los países y regiones que comparten valores y principios semejantes en torno a los derechos humanos. ¿Significa esto que veremos más de estas iniciativas en el futuro? No necesariamente.
Cuando en 2014 se aprobó el Marco Civil da Internet en Brasil, una de las primeras regulaciones en el mundo que otorga estatus de norma legal a diferentes derechos digitales, se avivó la llama de un movimiento que en el ámbito académico se denomina “constitucionalismo digital”. Una de las ideas del constitucionalismo digital es que el ejercicio de los derechos humanos en entornos digitales parece exigir su formalización a través de jurisprudencia, leyes ordinarias o cambios en las constituciones, no para gozar de la misma protección (que ya la tienen), sino para aportar claridad sobre su interpretación.
Durante los siguientes años y hasta ahora, se han producido diferentes iniciativas para lograr dicho fin, siendo especialmente visibles aquellas que buscan incluir dentro de las constituciones de los países el acceso a Internet como un derecho humano. Sin embargo, con el paso de los años, muchas de estas iniciativas han comenzado a diluirse sin haber producido grandes impactos. Si bien las Cartas de Derechos Digitales cumplen otro propósito, es posible inferir que incluso estas podrían experimentar problemas similares.
Sea cual sea el caso y destino de este nuevo instrumento, es una nueva oportunidad de pensar en los derechos, en el contexto de la Era Digital en la que vivimos.
Carlos Guerrero Argote
Abogado – Consultor independiente – www.carlosguerrero.pe